
En Bolivia, las flotas están siempre llenas, porque sólo salen cuando ya están llenas. Llenas de cholas con infinitas bolsas que bajan a la ciudad a vender y comprar, campesinos con sombreros de paja y si acaso dos dientes, chicos que circulan por quién sabe que derrotas y bebés que lloran en silencio. Y todos comen: requesón, maíz inflado, pimientos, papas, yuca, huevos, y con los restos van haciendo en el piso una alfombra de millares de nudos.
La flota huele a todo; junto al chofer, un cartel dice que Jesús dice yo soy el camino, y él corre por las cornisas sinuosas como si el reino de los cielos estuviera asfaltado, con frenos que ya han demostrado su ateísmo. Otro cartel dice prohibido fumar si algún pasajero se opone. A mi lado una chola joven, de vestido amarillo, me cuenta que ha comprado tres muñequitas de trapo, grandes como una banana, a un boliviano cada una, y que las va a vender a uno cincuenta. Cada veinte o treinta kilómetros hay un control policial, de la Unidad Móvil de Patrullaje Rural -UMOPAR, alias "los Leopardos"-: incautan precursores, los materiales necesarios para transformar la hoja de coca en pasta base: kerosén, bicarbonato, ácido sulfúrico, lavandina, fuel-oil, papel higiénico: el Chapare es un territorio liberado de papel higiénico.
En cada control, los pasajeros bajan a descargar el cuerpo al costado del camino y el enjambre de cholas se precipita sobre las flotas ofreciendo comidas y bebidas. La contrabandista de muñecas pregunta el precio de una gaseosa, le dicen un boliviano y se queda callada. Se la compro, y me siento una basura. La muñequera me pregunta si voy a Eterasama.
- Sí- ¿Sus parientes tiene, ahí?
- No.
- ¿Y cómo va ahí, entonces?
Larga distancia By Martín Caparrós
No comments:
Post a Comment